La suerte en el ajedrez (I)
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La suerte en el ajedrez (I)
Hoy quiero hablar sobre una cuestión siempre soslayada: la suerte en el ajedrez. Sólo quiero tomar nota de algunos aspectos del tema.
Hace poco, cubriendo (como periodista de ajedrez que es) el gran torneo Simón Bolívar, Leontxo García dijo que la suerte en nuestro juego casi no cuenta. Es por eso, según él, que la práctica del ajedrez desarrolla la autocrítica, "porque la suerte puede representar el 1 % del juego, pues si pierdes no se le puede echar la culpa al terreno, al arbitraje o al mal tiempo, sino a tus propias decisiones."
Antes de sostener lo contrario, los aburriré con una digresión acerca del espíritu burgués, asunto que (aparentemente) nada tiene que ver con todo esto, pero que sí. Tiene todo que ver.
¿Qué es el espíritu burgués? Para comprenderlo, debemos remontarnos a su surgimiento: la época feudal, y repasar por qué fue necesaria esa idiosincrasia, esa nueva manera de ser. Sí, fue necesaria, se la necesitó: De no ser por la burguesía, aún estaríamos bajo el "antiguo régimen", sojuzgados por la realeza en cualquiera de sus formas. El Poder con mayúsculas era el poder "real", el del trono. Ahora bien, ¿a quién pertenecía el poder? ¿Quién tenía derecho a ejercerlo? Aquel de noble linaje, el de sangre azul. Era la ascendencia lo que legitimaba la posesión del poder. Esta exclusividad intransferible, este hermetismo del poder, duró desde la llamada Antigüedad hasta muy avanzada la Edad Media, y aún hoy quedan reminiscencias siniestras. El poder monárquico es tradicional, en el sentido de que se hereda, se pasa de una generación a otra, pero dentro de un mismo linaje. Es verdad que este linaje se puede ampliar con matrimonios entre distintos clanes, pero a condición de que estos clanes sean de alcurnia equivalente. Hasta el surgimiento de la burguesía, el poder no era personal: era filial. No existía el "individuo", sino la dinastía, la genealogía, el “rancio abolengo”, que le dicen. Pues bien, en ese mundo empiezan a pulular hombres, hombres sin ningún título, que tienen éxito en los negocios, y tanto, que rivalizan con los reyes en fortuna, tierras, barcos y esclavos. Tienen poder, sí, pero se trata de un poder en minúsculas, sin sustancia. Carece del aura del otro, del esplendor del poder real. Estos mercaderes de los burgos, miran con envidia el brillo casi metafísico que nimba a los nobles. Sueñan con el Poder en mayúsculas, el poder cifrado en la heráldica, en el escudo de armas, incluso en el "buen nombre" y la historia. No es suficiente tener dinero, flotas navales, pueblos enteros: los exitosos quieren el paquete completo. ¿Y qué les falta para completarlo? La legitimación. El visto bueno del cielo. ¡No es poco pedir! Pero, por suerte, este plus faltante no se hace esperar: El Humanismo le presta su filosofía a este emprendedor sin título nobiliario, a este “gentilhombre”, como ocurre con la autoayuda de hoy con las masas, esos libros de pintorescas palabras que edulcoran la conciencia. (Pico della Mirandola no era muy distinto a Anthony de Mello.) En fin: Al oído del burgués necesitado de justificación, esta filosofía humanista dice algo así: "No necesitas sangre azul para merecer el poder. No hace falta blasón para dominar, ni ilustres antepasados para forjarse un buen nombre. Es tu acción, tu obrar, lo que define tu poder y señorío. Serás un gran señor si obras en grande. No es la sangre lo que te hace ser lo que eres, ni el trono, ni la heráldica: es tu destino. Y tu destino, mi señor, ¡tu destino lo escribes tú! Vamos, ¡el mundo es tuyo! Haz con él lo que quieras, para eso está: para tomarlo. El mundo ya no es de los nacidos en buena cuna, sino del que lo vaya por él." Algo así es lo que le mete en la cabeza el humanismo al burgués. Su poder queda legitimado, y su programa trazado. Ya tiene un aura rodeándolo y un plan de acción. Ya brilla con luz propia. Ahora puede poseer el mundo, sin culpa ni complejos de inferioridad.
Sin esa mentalidad, hubiera sido imposible escapar de la Antigüedad, de la Tradición, para decirlo bestialmente. Fue necesario ese "click" en las mentes, hay que reconocerlo.
Pero...
Pero ya estamos en otra época. Han pasado siglos, ¡y muchos puentes bajo el agua! El poder ha cobrado otras formas, algunas muy extrañas. Ahora se trata de un poder sin áurea, sin legitimación del cielo.
El Gatopardo quedó muy atrás: Ser burgués hoy es ridículo. Anacrónico. ¡Es como creer que el mundo descansa sobre una tortuga! Es como hablar del éter, del flogisto y del horror vacui...
Sin embargo, todo el mundo es burgués hoy en día. Casi no conozco a nadie que no lo sea. Por ejemplo, hasta en Matrix repiten que somos nosotros los que escribimos nuestro destino...
Para el burgués, el individuo está solo en el mundo, es el único ser en el cosmos. Y la realidad es lo que rodea a este único ser. Pero se trata de una realidad neutra, y por eso mismo dúctil. Como si fuera de macilla. El burgués, el único ser en el cosmos, y foco de éste, puede modelar su realidad a gusto, como si la esculpiera artesanalmente. Su realidad: subrayo el posesivo. Puede y debe esculpirla, las dos cosas. Está él, en el centro, y luego está el mundo, su escenario, que puede acomodar según sus necesidades y caprichos. Este mundo carece de vida propia: no hace nada. Sólo se deja manipular, como si fuera una materia plástica totalmente “entregada”. Esta realidad maleable está a entera disposición de su centro: el burgués. Único ser en el cosmos. Todo lo demás se rebaja a la categoría de mera cosa.
¿Los demás? ¿Los “otros”? Bueno, sí, parecen tener vida propia, ¡pero no! Si yo, burgués hecho y derecho, escribo mi propia vida, y los demás integran mi vida —¿acaso no forman parte de ella?—, es que yo escribo la de ellos. Pero esto no se da a la inversa: ellos no escriben mi vida, claro que no, ¡eso sería imposible y contrario al Logos! Si escribieran mi vida al escribir la suya, entonces mi vida no estaría completamente en mis manos, como lo está. Ergo, los demás son meras cosas cuyo destino escribo yo mismo al escribir el mío.
Claro está, el burgués, en realidad, no hace estos razonamientos estúpidos. Por la sencilla razón de que tiene la mente ocupada en otras cosas, como por ejemplo escribir su destino, reposar en sí mismo, como si fuera la gran tortuga que sostiene su propia existencia. No razona, al menos no así. Está cómodo así como está, sin poner en tela de juicio sus presupuestos ontológicos.
No hay que ser Bertrand Russel para percatarse de la falacia de esta manera de (no) pensar. Nunca se la explicita, y menos en los términos que empleo aquí, pero ahí está el punto: no se la explicita, precisamente, para que su falacia siga oculta en las sombras. El espíritu burgués no resiste el menor análisis, ¡y es por eso que no se lo analiza nunca!
Leonxto García (al que admiro, dicho sea de pasada) habla como un burgués al sostener que el éxito o el fracaso en el ajedrez depende de nuestras propias decisiones. ¡Como si el rival estuviera pintado! ¡Cómo si fuera parte del escenario! No quiero ser descortés con nadie, pero dejo sentado aquí un asomo de indignación: el espíritu burgués es, ante todo, un semillero de faltas de respeto, de desconsideraciones, de desprecios... Sin la revolución burguesa (según los historiadores, la única revolución exitosa), aún estaríamos bajo el poder de los amos, sí, pero sin ella, ¡hubiera sido imposible Auschwitz! No exagero.
No. No, queridos burgueses. El rival también juega, también determina nuestro éxito o fracaso. Y el mundo también participa en la partida, como todo participa en todo... Y el rival (que goza de vida propia, que no es de macilla), también decide en parte nuestras decisiones... Así como nosotros decidimos, en parte, las suyas.
No estamos en un mundo neutro, maleable y pasivo. No: el mundo tiene su propia actividad. Es un mundo animado, provisto de voluntad, de deseo. Quizás nuestra vida esté en nuestras manos, pero como nuestras manos no están en nuestras manos, lo mismo da. Y no somos el centro del cosmos. Somos un ser más entre incontables seres, que tampoco son centro de nada. Y sólo escribimos algunas palabras de nuestro destino. La gran mayoría de nuestras palabras, el texto principal de nuestra vida, las escribe el mundo, los demás, ¡incluso la Nada! ¿Quién no tiene una pluma, quién no sabe, aunque sea, garabatear algo? Hasta los pajaritos aportan lo suyo.
Con suerte (sí, con SUERTE), esas palabras serán bellas.
Otro día sigo con La Suerte en el Ajedrez. Queda mucho por decir. Me voy a dormir.
Hace poco, cubriendo (como periodista de ajedrez que es) el gran torneo Simón Bolívar, Leontxo García dijo que la suerte en nuestro juego casi no cuenta. Es por eso, según él, que la práctica del ajedrez desarrolla la autocrítica, "porque la suerte puede representar el 1 % del juego, pues si pierdes no se le puede echar la culpa al terreno, al arbitraje o al mal tiempo, sino a tus propias decisiones."
Antes de sostener lo contrario, los aburriré con una digresión acerca del espíritu burgués, asunto que (aparentemente) nada tiene que ver con todo esto, pero que sí. Tiene todo que ver.
¿Qué es el espíritu burgués? Para comprenderlo, debemos remontarnos a su surgimiento: la época feudal, y repasar por qué fue necesaria esa idiosincrasia, esa nueva manera de ser. Sí, fue necesaria, se la necesitó: De no ser por la burguesía, aún estaríamos bajo el "antiguo régimen", sojuzgados por la realeza en cualquiera de sus formas. El Poder con mayúsculas era el poder "real", el del trono. Ahora bien, ¿a quién pertenecía el poder? ¿Quién tenía derecho a ejercerlo? Aquel de noble linaje, el de sangre azul. Era la ascendencia lo que legitimaba la posesión del poder. Esta exclusividad intransferible, este hermetismo del poder, duró desde la llamada Antigüedad hasta muy avanzada la Edad Media, y aún hoy quedan reminiscencias siniestras. El poder monárquico es tradicional, en el sentido de que se hereda, se pasa de una generación a otra, pero dentro de un mismo linaje. Es verdad que este linaje se puede ampliar con matrimonios entre distintos clanes, pero a condición de que estos clanes sean de alcurnia equivalente. Hasta el surgimiento de la burguesía, el poder no era personal: era filial. No existía el "individuo", sino la dinastía, la genealogía, el “rancio abolengo”, que le dicen. Pues bien, en ese mundo empiezan a pulular hombres, hombres sin ningún título, que tienen éxito en los negocios, y tanto, que rivalizan con los reyes en fortuna, tierras, barcos y esclavos. Tienen poder, sí, pero se trata de un poder en minúsculas, sin sustancia. Carece del aura del otro, del esplendor del poder real. Estos mercaderes de los burgos, miran con envidia el brillo casi metafísico que nimba a los nobles. Sueñan con el Poder en mayúsculas, el poder cifrado en la heráldica, en el escudo de armas, incluso en el "buen nombre" y la historia. No es suficiente tener dinero, flotas navales, pueblos enteros: los exitosos quieren el paquete completo. ¿Y qué les falta para completarlo? La legitimación. El visto bueno del cielo. ¡No es poco pedir! Pero, por suerte, este plus faltante no se hace esperar: El Humanismo le presta su filosofía a este emprendedor sin título nobiliario, a este “gentilhombre”, como ocurre con la autoayuda de hoy con las masas, esos libros de pintorescas palabras que edulcoran la conciencia. (Pico della Mirandola no era muy distinto a Anthony de Mello.) En fin: Al oído del burgués necesitado de justificación, esta filosofía humanista dice algo así: "No necesitas sangre azul para merecer el poder. No hace falta blasón para dominar, ni ilustres antepasados para forjarse un buen nombre. Es tu acción, tu obrar, lo que define tu poder y señorío. Serás un gran señor si obras en grande. No es la sangre lo que te hace ser lo que eres, ni el trono, ni la heráldica: es tu destino. Y tu destino, mi señor, ¡tu destino lo escribes tú! Vamos, ¡el mundo es tuyo! Haz con él lo que quieras, para eso está: para tomarlo. El mundo ya no es de los nacidos en buena cuna, sino del que lo vaya por él." Algo así es lo que le mete en la cabeza el humanismo al burgués. Su poder queda legitimado, y su programa trazado. Ya tiene un aura rodeándolo y un plan de acción. Ya brilla con luz propia. Ahora puede poseer el mundo, sin culpa ni complejos de inferioridad.
Sin esa mentalidad, hubiera sido imposible escapar de la Antigüedad, de la Tradición, para decirlo bestialmente. Fue necesario ese "click" en las mentes, hay que reconocerlo.
Pero...
Pero ya estamos en otra época. Han pasado siglos, ¡y muchos puentes bajo el agua! El poder ha cobrado otras formas, algunas muy extrañas. Ahora se trata de un poder sin áurea, sin legitimación del cielo.
El Gatopardo quedó muy atrás: Ser burgués hoy es ridículo. Anacrónico. ¡Es como creer que el mundo descansa sobre una tortuga! Es como hablar del éter, del flogisto y del horror vacui...
Sin embargo, todo el mundo es burgués hoy en día. Casi no conozco a nadie que no lo sea. Por ejemplo, hasta en Matrix repiten que somos nosotros los que escribimos nuestro destino...
Para el burgués, el individuo está solo en el mundo, es el único ser en el cosmos. Y la realidad es lo que rodea a este único ser. Pero se trata de una realidad neutra, y por eso mismo dúctil. Como si fuera de macilla. El burgués, el único ser en el cosmos, y foco de éste, puede modelar su realidad a gusto, como si la esculpiera artesanalmente. Su realidad: subrayo el posesivo. Puede y debe esculpirla, las dos cosas. Está él, en el centro, y luego está el mundo, su escenario, que puede acomodar según sus necesidades y caprichos. Este mundo carece de vida propia: no hace nada. Sólo se deja manipular, como si fuera una materia plástica totalmente “entregada”. Esta realidad maleable está a entera disposición de su centro: el burgués. Único ser en el cosmos. Todo lo demás se rebaja a la categoría de mera cosa.
¿Los demás? ¿Los “otros”? Bueno, sí, parecen tener vida propia, ¡pero no! Si yo, burgués hecho y derecho, escribo mi propia vida, y los demás integran mi vida —¿acaso no forman parte de ella?—, es que yo escribo la de ellos. Pero esto no se da a la inversa: ellos no escriben mi vida, claro que no, ¡eso sería imposible y contrario al Logos! Si escribieran mi vida al escribir la suya, entonces mi vida no estaría completamente en mis manos, como lo está. Ergo, los demás son meras cosas cuyo destino escribo yo mismo al escribir el mío.
Claro está, el burgués, en realidad, no hace estos razonamientos estúpidos. Por la sencilla razón de que tiene la mente ocupada en otras cosas, como por ejemplo escribir su destino, reposar en sí mismo, como si fuera la gran tortuga que sostiene su propia existencia. No razona, al menos no así. Está cómodo así como está, sin poner en tela de juicio sus presupuestos ontológicos.
No hay que ser Bertrand Russel para percatarse de la falacia de esta manera de (no) pensar. Nunca se la explicita, y menos en los términos que empleo aquí, pero ahí está el punto: no se la explicita, precisamente, para que su falacia siga oculta en las sombras. El espíritu burgués no resiste el menor análisis, ¡y es por eso que no se lo analiza nunca!
Leonxto García (al que admiro, dicho sea de pasada) habla como un burgués al sostener que el éxito o el fracaso en el ajedrez depende de nuestras propias decisiones. ¡Como si el rival estuviera pintado! ¡Cómo si fuera parte del escenario! No quiero ser descortés con nadie, pero dejo sentado aquí un asomo de indignación: el espíritu burgués es, ante todo, un semillero de faltas de respeto, de desconsideraciones, de desprecios... Sin la revolución burguesa (según los historiadores, la única revolución exitosa), aún estaríamos bajo el poder de los amos, sí, pero sin ella, ¡hubiera sido imposible Auschwitz! No exagero.
No. No, queridos burgueses. El rival también juega, también determina nuestro éxito o fracaso. Y el mundo también participa en la partida, como todo participa en todo... Y el rival (que goza de vida propia, que no es de macilla), también decide en parte nuestras decisiones... Así como nosotros decidimos, en parte, las suyas.
No estamos en un mundo neutro, maleable y pasivo. No: el mundo tiene su propia actividad. Es un mundo animado, provisto de voluntad, de deseo. Quizás nuestra vida esté en nuestras manos, pero como nuestras manos no están en nuestras manos, lo mismo da. Y no somos el centro del cosmos. Somos un ser más entre incontables seres, que tampoco son centro de nada. Y sólo escribimos algunas palabras de nuestro destino. La gran mayoría de nuestras palabras, el texto principal de nuestra vida, las escribe el mundo, los demás, ¡incluso la Nada! ¿Quién no tiene una pluma, quién no sabe, aunque sea, garabatear algo? Hasta los pajaritos aportan lo suyo.
Con suerte (sí, con SUERTE), esas palabras serán bellas.
Otro día sigo con La Suerte en el Ajedrez. Queda mucho por decir. Me voy a dormir.
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